sábado, 19 de septiembre de 2009

El mundo en bicicleta

Hace un mes, entre los papeles que vuelan en mi oficina y las múltiples cosas que tengo que hacer todos los días, miré mi calendario y me dí cuenta que la realidad me aplastaba: el tiempo se estaba acabando para poder terminar los malditos deportes de la Universidad, si es que quería, dar el examen de grado en Enero, como tenía contemplado.

El tema de los famosos deportes de la Universidad es un tema que siempre me ha atormentado. Debo reconocer que no soy dado a la actividad física formal, sin perjuicio de que camino bastante todos los días para ir a los Tribunales y todas esas cosas; pero lo hago en mi particular paso de tortuga coja y con un pucho en la mano mientras miro al oriente eterno pensando en alguna de las estupideces que suelen asaltarme en dichos momentos del día.

Bueno, el tema es que en mi tabla de prioridades de la vida, el deporte está en el lugar 999 de mil (el 1000 es la cría de caracoles para fines cosméticos). La cuestión es que el centro de formación técnica Adolfo Ibáñez le da mucha importancia, lo considera como crédito y todo, y a pesar que esté arrepentido, en forma general, de haber estudiado en dicha pseudouniversidad mediocre, el pastel ya está hecho, hay que terminar la cagada de carrera de una buena vez, y hacer las 44 sesiones de deporte que debo.

Así, con la cara de tres metros y las patas a la rastra, partí a la U a ver qué crestas podía hacer. Don Juancris, el jefe de deportes (que a todo esto siempre ha sido un 7 conmigo, consciente de mi situación) me dio varias opciones. Opción A: Natación. Descartada, no nado ni en un charco, soy un poquito pudoroso como para andar en paños menores, y tendría que ser suicida para ir a meterme a Playa Ancha a las 9 de la noche para ir a nadar. Opción B: Trotar. No gracias. Someterme al escarnio público de arrastrarme sudado por San Martín me atrae menos que ser flagelado con un cilicio romano en la mitad de la plaza pública de Bagdad. Se me estaban acabando las opciones.

Última opción: Hacer bicicleta. Nunca lo había hecho (la última vez que an duve en bicicleta fue a mis tiernos doce…), por lo que podía ser una opción rentable. Problema Uno: Tenía que ir con casco. Problema Dos y más grave: Tenía que ir con bicicleta. Bueno, habrá que comprársela. Hace rato que andaba con el temita de tener una bici, aunque bien sabía que iba a terminar como colgajo de maceteros en el patio de la casa. Pero por lo menos ahora tenía la motivación clara para comprar el aparato.

Con menos plata que ganas, partí al grandioso Mall del pueblo a buscar un aparato. Como no tenía mucho tiempo, no coticé, ví una bonita no más y firmé el cheque sin mirar. Y con una mosca en el documento y un hoyo en la cuenta corriente parte un aventurilla bastante más interesante de lo que jamás me habría imaginado.

El primer día, me dediqué a aprender como funciona el aparato y etcétera, y con cara de pocos amigos partí de mi casa a San Martín. Al momento de partir pedaleando, me empecé a dar cuenta de cosas extrañas… el mundo es distinto encima de una bicicleta. Como que todo se ve más alto, es como que caminaras a alta velocidad, pasando a la gente, rodando por la calle con un mínimo pedaleo… y a pesar que los primeros días me dolía el culo como puta haciendo horas extras por culpa del maldito asiento, empecé a embobarme con este mundo distinto, raro, pero agradable, fresco y placentero.

Tres semanas ya, y no me bajo ni para hacer caca. Quién diría que el huevón malazo para los deportes, que trotaba con una pistola al pecho ahora es un fan de la bicicleta. Hasta le compré sus adminículos enchuladores, herramientas, caramayola, parches, casco, sunglasses ad-hoc Adidas y hasta una lucecita de árbol de pascua que hace colores raros. Todo muy freak para un compadre que sueña ir por la calle en un Segway tomando café.

Los paisajes en la bici son distintos. Ir por la ciclovía de Salinas, mirando el mar, viendo como las pendejas estúpidas se caen en patines, viendo a la vieja gorda y sudada trotando como un rinoceronte y pasarla descaradamente es un placer que no se compra en ninguna tienda. Como será que los 50 minutos diarios exigidos por el CFT UAI ya me

quedaron chicos. Hoy salí de la casa en un hermoso día y me mandé el back & go a la Roca Oceánica, dos horitas de placer puro. Sentir el viento en la cara, sin gastar bencina, con el sol reverberando en la piel, viendo a la gente pasar a velocidad de gusano, pedalear, y pedalear más fuerte, subir y bajar las lomitas, pasarse los hoyos, saltar veredas, todo al ritmo de la música en el MP3, se convirtió en un vicio impagable. Sientes que hay vida más allá de la vieja gorda que autoriza poderes en el tribunal de familia.

En suma, parece que tomé la decisión más sabia del año. Sin decir que mi dionisíaca barriga ha ido reduciéndose lentamente… muuuuy lentamente a mi gusto, pero qué jué. A todo el que tenga la posibilidad, se lo recomiendo ciento por ciento. El mundo es distinto, se pasa bien, se saltan los tacos, reducen su huella de carbono y hacen un poco de ejercicios como para soñar en el verano sin polera (SOÑAAAR). Además que con los días primaverales que estamos teniendo en Viña City, es un gusto. Pero hay que echarse bloqueador, porque por supuesto, mi caucásico y pantruquesco pellejo quedó reducido a una arruga roja por olvidar ese insignificante detalle. Pero se pasa bien, muy bien.