sábado, 31 de octubre de 2009

Halloween

Esta mañana tuve la desgracia de tener que ir al Jumbo a comprar víveres para mi maltratada despensa. Tomé la bici, me fui feliz, pensando que claro, qué chileno se levanta a las 10 de la mañana para ir al super… cual sería mi sorpresa al llegar al mencionado templo del capitalismo, cuando veo hordas de gente haciendo fila, entrando, comprando, llenando sus carros de porquería… Ante tan extraña situación, empiezo a meditar, ¿hay alguna celebración?

Como buen protestante, tengo muy claro que hoy es el día de la Reforma, 492 años desde que Lutero clavó las 95 Tesis en la Catedral de Wittenberg y se dio inicio al cisma más grande de la Cristiandad, del que somos herederos los evangélicos de raigambre luterana, y que en Chile, ridículamente, celebramos como feriado. Pero sólo un 17% de la población es evangélica, de esos, como un 1% es luterano, y de eso, el 0,0002% celebramos con würstchen y cervezas, como lo hacían los primeros luteranos.

Caminando por los pasillos, pensando en esta interrogante, choco desprevenidamente con una góndola, en la que veo escrita con grandes letras la respuesta de mi interrogante: “HALLOWEEN” rodeado de calabacitas, monstruos y murciélagos, y una horda de pergenios y pergenias, acompañados de sus padres, hermanos, tutores, curadores, etc., comprando dulces.

Seguí mi paseo (leche, limones, pan, papas, würstchen, cerveza) hasta que finalmente y después de tanto sufrimiento capitalista, llegué a la caja Express (no suelo soportar más de 10 productos en un supermercado, además que la “maleta” de la bici no aguanta…). ¡¡¡Cuarenta pelotudos en la fila!!! (los conté, qué ocioso). Así que dediqué el extenso tiempo que me quedaba haciendo fila para que el Sr. Jumbo me robara voluntariamente (como siempre) a pensar ¿por qué Halloween causa esto?

Halloween es una desviación de la fiesta del Samhain celta, la fiesta de las cosechas, en la cual los paganos hacían bailecitos raros y celebraban la llegada del año nuevo, reverenciando a sus ancestros. Esto se mezcló con el Día de Todos los Santos, el 1º de noviembre de la tradición cristiana, lo que dio que a algún brillante pensador se le ocurriera que los muertos salen de sus tumbas en la noche del 31 (de dónde sacó la genial idea, nadie lo sabe…) Todo esto, mezclado con la genialidad mercantilista gringa, da un potpourrí que termina en niños gordos comiendo dulces, tocando los timbres de las casas para mendigar golosinas, bajo apercibimiento de tirar huevos o hacer travesuras nada agradables, mientras se disfrazan de monstruos (algunos niños no necesitan disfraz, les basta con la cara…)

Y llegamos a la pregunta primordial… ¿entonces por qué carajo se celebra esto? Primero, en Chile no hay ni medio celta partido por la mitad: los celtas y su religión desaparecieron hace 2.000 años. Segundo, la wicca y todos esos cultos no tienen nada que ver con nosotros, que somos de raigambre cristiana, y creemos en un solo Dios, que no suele disfrazarse de monstruo. Tercero, para nosotros no es el final de las cosechas, es como el inicio, puesto que es primavera y no otoño como en el Hemisferio Norte.

En cambio, hace 492 años, un Martín Lutero cambió la forma de ver la religión, dividió la Iglesia, dio el paso más importante para el paso de la Edad Media a la Moderna, cambió la organización geopolítica del mundo, provocó una guerra que tiene consecuencias hasta el día de hoy, fundó una nueva religión que perdura hasta hoy, con más de un 17% de la población chilena adherida a ésta… ¿y quién se acuerda? Parece que sólo unos pocos.

Esto es lo que ha logrado el mercantilismo y la cultura banal en nuestra sociedad. Que nuestra sociedad no recuerde su pasado, y se dedique sólo a consumir. Vayan a los mall, y vean como se divide el año. En mi época eran 12 meses. Hoy son nueve temporadas: El antiguo enero y febrero hoy es “Ofertas de Verano”; antaño Marzo es “Ofertas de vuelta al colegio”; el querido abril “Chocolatitos de Pascua”; mayo “Ofertas para la Mamá”; junio y julio “Ofertas para el papá”; agosto “Ofertas para el niño”; septiembre “Ofertas para el 18”; octubre “Ofertas de Halloween”; y noviembre y diciembre “Reviente su tarjeta en Navidad”. ¿Y alguien se acuerda de qué se celebra en todas esas ferias? Nadie, sólo se preocupan de comprar, de meter más plata al sistema, de tener los mejores perfumes, las mejores ropas, dar los mejores regalos, comprar, comprar y comprar, sin sentido, ni razón, ni fin.

Me asombro cuando veo a los niños, el futuro del mundo, que no saben ni tienen idea qué se celebra el 18 de septiembre, qué se celebra el 25 de diciembre, que se celebra en la Pascua. Lo único que saben es que en una viene el Viejito Pascuero a dejar regalos, en la otra el papá hace asados y en la siguiente viene el conejito a dejar dulces. ¿Ese es el mundo que queremos dejar? ¿Esto queremos dejar a nuestros hijos? ¿Heredarles el placer de gastar? ¿Hacer que se dejen robar voluntariamente por el comercio y los bancos como lo hemos hecho nosotros? ¿Por qué no enseñamos los valores de nuestra cultura dos veces milenaria? ¿Por qué no enseñamos los valores de la civilización honesta y la religión? ¿Por qué inventamos calabacitas, conejitos, viejos panzones para educar a nuestros hijos, cuando existe un Dios, y para los que no creen en Dios, una escala de valores, una cultura establecida y buena en su esencia?

Al final, nos gusta imitar a los gringos, nos gusta imitar su caos, nos gusta tener el desastre que ellos tienen, vivir en una sociedad donde la base para surgir y ser mejor es la envidia, el querer lo que tiene el otro, donde el gasto más allá de nuestras posibilidades es fundamental, donde el McDonalds y el Viejito Pascuero se convierten en baluartes del buen vivir. Me rehúso fervientemente a educar a mis hijos en un mundo de esa clase. Y como no puedo ir contra la corriente (al final soy sólo uno), parece que más vale no tener hijos.

Puede sonar duro, pero no quiero traer niños a un mundo que está al borde de la destrucción por culpa nuestra, en que ensuciamos las aguas, talamos los bosques y matamos animales para cultivar vacas mutantes para el McDonalds; en que gastamos la energía en ver las boludeces que nos dicta la cultura de la tele; en que generamos basura y más basura en cosas que no nos sirven; en que ensuciamos nuestra cultura y nuestras tradiciones con la tinta del mercantilismo y el gasto desmesurado y sin sentido.

Y ahora, aunque no quieran, les voy a cerrar la puerta en la cara a los niños que vendrán a pedirme dulces (en realidad me gustaría darles una clase de historia, pero no creo que quieran) y me voy a ir a la Iglesia a celebrar el Día de la Reforma. Y mañana, ya que nadie se acuerda del Día de Todos los Santos, voy a ir a ver a mis abuelos al cementerio. He dicho.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Las expectativas sociales

Muchos de mis amigos me han preguntado en el último tiempo qué hago soltero: “Pancho y la minita cuándo”, “¿Cuándo te vas a emparejar?”, “¿Cuándo vamos a conocer a la afortunada (aonyi)?”, y otras frases del género.

En realidad, para ser sincero, no estoy, en este momento, entusiasmado con la idea. A decir verdad, la idea no me agrada para nada, por una simple razón: Tengo un extraño complejo que me hace despreciar las expectativas sociales que los demás tienen sobre mí.

Durante muchos años, cumplí a cabalidad todas las expectativas que se ponían sobre mi persona: El chiquillo ordenado, medio mateo, de notas relativamente buenas, católico, salido de Cuarto Medio de un colegio tradicional, estudiando una carrera tradicional, Derecho, y así suma y sigue. Faltaba para cumplir el salir inmaculado y rápidamente de la carrera, ejercer de forma exitosa en algún escritorio fomeque de la capital, casarme con alguna chiquilla ad-hoc en la flor de la edad y empezar a tener chiquillos.

Sin embargo, en algún momento algo hizo clic en mi cabeza desordenada. Creo que caí en la cuenta de que el mundo no es cumplir las metas que los demás te ponen, sino cumplir las expectativas que tú mismo te fijas. Y, lamentablemente, en muchas ocasiones dichas aspiraciones no se condicen, ni siquiera en lo más mínimo, con lo que los demás quieren de nosotros.

Creo que corresponde a cada uno de nosotros perseguir nuestros sueños, aunque sea mediante el voto de rechazo de los que nos rodean: Hay que dejar salir las aspiraciones más profundas que duermen dentro de nuestro inconsciente, y dejarlas salir sin tapujos, con fuerza, queriendo con todo el corazón que nuestros sueños se cumplan, y sin dejar que el resto del mundo, muchas veces enfrascado en un afán imbécil por meterse en la vida de los demás, ponga freno a nuestras aspiraciones o nos dé cátedra de cómo se es feliz.

No obstante lo anterior, veo mucha gente a mi alrededor que toma por camino el renunciar a los sueños propios para llenar las expectativas de los demás, especialmente de los padres y las parejas, que muchas veces no comprenden el afán de sus hijos y sus consortes por lograr cosas que, para ellos, no tienen importancia. La mente de cada persona es un mundo, y está llena de aspiraciones que, objetivamente válidas o no, luchan por salir, forman una parte indisoluble de ese objetivo que todos buscamos en la vida, que es la felicidad. A esa gente, muchos de ellos amigos míos, les digo de forma categórica: Busquen sus sueños y sus deseos, de acuerdo a lo que su mente les dicta, sin dejarse engatusar por la influencia, muchas veces interesada o malintencionada, del mundo que los rodea, sin dejarse dominar por ese errado concepto que el mundo tiene de la felicidad.

Con todo lo que digo no quiero sonar individualista ni amoral: Nuestros deseos no deben perjudicar ni poner freno a los deseos de los que nos rodean, puesto que la vida humana, de un contenido eminentemente social, debe ser vivida, gozada y disfrutada con respeto a nuestros semejantes, que también quieren vivirla de forma decente y deben respetar, recíprocamente, nuestras aspiraciones. Ello también se extiende a la moralidad de nuestros deseos, en un sentido libertario; los deseos inmorales son, precisamente, aquellos que afectan o coartan a nuestro prójimo, o a la sociedad en su conjunto. El responder a dichos deseos no es sino hacer caso a una ilusión de libertad, por cuanto ésta solamente existe cuando se ejerce, en su amplio margen, en armonía con el mundo que nos rodea.

Vivimos, sin duda, en la mejor época de la historia, aquella donde el hombre tiene la mayor libertad para desarrollar, en las más amplias formas sus sueños y aspiraciones: Nadie puede reprochar los legítimos deseos, vivimos en un mundo con libertad de expresión, podemos ser casados, solteros, divorciados, pero seguimos siendo personas; podemos ser abogados, ingenieros, arquitectos o psicólogos, y seguimos teniendo un mundo de posibilidades a nuestros pies, podemos ser gordos o flacos, altos o bajos, negros o blancos, homosexuales o heterosexuales, y nada nos impide vivir la vida de la forma que mejor queramos, siempre y cuando mantengamos la armonía del mundo en que habitamos.

Muchas personas, entre las que me incluyo, nos vemos agobiados por lo que el mundo espera de nosotros, y a veces podemos sentir que estamos mal enfocados o equivocados en nuestros pensamientos: Sin embargo, me atrevo a decir, en este caso, que el mundo, que muchas veces se empecina en imponer una visión única y generalmente fundamentalista de las cosas, se equivoca en la gran parte de los casos. Es la juventud la época propicia para perseguir nuestros ideales y nuestros sueños, incluso hasta el fin del mundo, cimentar nuestra felicidad futura, la que no se basa solamente en tener un trabajo estable y bien remunerado, mujer e hijos lindos y una casa grande y bonita: Conozco mucha gente que vive en ese mundo idílico, y no es feliz. Ese es el concepto de felicidad creado por unos pocos para ser inconscientemente aplicado a todas las personas, el afán por el dinero y la buena vida, para muchos, es el camino a una existencia vacía y miserable, grupo entre los que, nuevamente me incluyo.

No nos dejemos apabullar por ese concepto facilista y preciosista que el mundo intenta imponernos: La verdadera felicidad la hacemos nosotros: No la hacen los demás, no la hace el dinero, no la hace el mundo, sino que está dentro de cada uno el descubrir qué es lo que nos llena y nos anima a seguir adelante.