miércoles, 23 de febrero de 2011

La guerra

De los fenómenos que afectan al hombre, no hay uno más profundo, complejo y dialéctico que la guerra.  Si analizamos todos los grandes procesos de movimiento histórico, tal como postulan Marx y Engels, todos ellos son causa o consecuencia de una guerra; así, desde el abandono del nomadismo en la Edad de Piedra hasta la creación del Nuevo Orden Supranacional del Siglo XX, todos los procesos evolutivos humanos llevan envueltos el conflicto entre hombres, sea mediante una pequeña discusión, una gran batalla o una guerra a escala global.

El instinto de conflicto está grabado a fuego no sólo en cada ser humano, sino también en el inconsciente colectivo de los estados, entendidos como entes superiores y diferentes a sus súbditos. Así, enseñamos a nuestros niños, desde la más tierna edad a defenderse, sin excepción; la armas de fuego en poder de personas naturales son una realidad más común de lo que imaginamos; y los estados mismos, sin excepción, mantienen costosas Fuerzas Armadas para suministrarse defensa, pese a que, en la mayoría de los casos, son escasamente utilizadas en el orden exterior.

Los más grandes estadistas de la historia, tales como Solón, Augusto, Carlomagno, Lorenzo de Médicis, Metternich, Bismarck, Roosevelt, han tenido grandes ejércitos a su disposición; y los tiranos más terribles de la humanidad, tales como César, Catalina de Médicis, Napoleón, Hitler, Stalin, etc., han cimentado su poder en la fuerza de las armas.

El conflicto armado es la circunstancia más aciaga por la que pasa una civilización, país o estado: ella lleva la supervivencia y sus posibilidades al más básico estadio de desarrollo, habida consideración que, en uno de estos entes, la guerra subsume todas las demás necesidades y exigencias, y concentra para sí  su financiamiento el poder económico, moral y político.

Así, todo país que entra en guerra se sume en la inmediata escasez, toda vez que todos los recursos disponibles para la satisfacción de los derechos de sus ciudadanos se enfocan en la manutención de alto costo que demanda el conflicto; el poder moral es monopolizado por órganos de propaganda que ejercen un influjo sicológico sobre la nación, alentando a los soldados a luchar y animando a los civiles a resistir y colaborar; y finalmente político, toda vez que los recursos de gobierno se enfocan totalmente en el conflicto, dejando de lado, momentáneamente las necesidades de los ciudadanos.

Así, la guerra no solamente provoca un efecto en el frente externo, como es la disuasión del enemigo y la aniquilación de las presuntas amenazas exteriores, sino también en el frente interno, al reducir al mínimo los derechos de los ciudadanos y la resistencia de los mismos a las abusos que el Estado dice cometer por el bien de la defensa.

En el ámbito psicológico, la guerra saca lo peor del ser humano: la crueldad, la animalidad, la falta de razón, la intolerancia y el irrespeto por las demás personas. Especialmente en las guerras de carácter civil, en las cuales la base de conflicto es política, estos aspectos se manifiestan en mayor magnitud, toda vez que los batallantes son connacionales, y pueden haber sido incluso vecinos, amigos o familiares, premunidos en diversas trincheras políticas antagónicas. Así por ejemplo, vemos los casos de guerra en países africanos, tales como el Congo o las Guineas, en que, durante época de guerra, se practica incluso el canibalismo, la mutilación, el asesinato de niños, la violación de mujeres, etc.

Ninguno de los casos anteriormente expuestos es comparable en dichas características con los conflictos externos a gran escala, tales como las Guerras Médicas, las Guerras Persas, las Cruzadas, la Guerra de los Treinta Años y las Guerras Mundiales, donde el genocidio se manifiesta de forma más patente, toda vez que la base de dichos conflictos ha sido la subyugación o la eliminación, a veces sistemática, de pueblos, razas, naciones o credos, en flagrante irrespeto a la misma vida humana.

Sin embargo, a veces la guerra también posee elementos positivos: Muchas veces la adversidad propende a la hermandad y el auxilio entre las personas. Basta ver el ejemplo de la Alemania Nazi que, con todos los conflictos y la crueldad desplegada por Hitler y sus esbirros, se convirtió en una máquina económica bien aceitada, gracias a la aún llamada “economía de guerra”, que propende al gasto modesto, a la ayuda mutua y a la austeridad de las costumbres, factores del todo deseables en una nación desarrollada y consciente de las necesidades mundiales, especialmente cuando el hambre y la contaminación indiscriminada arrecian en un mundo cada vez más poblado.

Aún así, la guerra es una circunstancia sumamente indeseable, capaz de arruinar a un país y a una sociedad, y de generar efectos duraderos sobre el Estado y las personas, razón por la cual, desde la segunda mitad del Siglo XX, y atendido el desastroso estado global desde el término de la Segunda Guerra Mundial, la diplomacia y las organizaciones supranacionales se han enfocado, preferentemente, en evitar el conflicto armado y, en caso que se produzca, mitigar sus efectos perniciosos. Así por ejemplo, el Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas se ha dedicado permanentemente, como institución a intervenir y mediar en conflictos armados que puedan provocar menoscabo en regiones sensibles, como Centroamérica, Europa del Este y África; así, ha intervenido en la Guerra Civil en Haití, mediante la institución de los Cascos Azules; en Europa del Este, mediante le establecimiento de Tribunales de Guerra para juzgar el genocidio de Kosovo; y en el Congo, mediante la diplomacia activa para detener los conflictos civiles guerrilleros en la selva.


Hoy, la acción de las organizaciones internacionales para la evasión de los conflictos de guerra se hace indispensable más que nunca, atendidas las álgidas circunstancias que se han ido suscitando en el Oriente Medio y en la Mauritania, debido a la acción de grupos de presión musulmanes y sus conflictos con el poder político.

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