jueves, 5 de julio de 2007

Capítulo II: Martín Lutero


Tras un tiempo considerable de aridez espiritual, donde a pesar de ver a Dios en todas las cosas, como siempre ha sido mi filosofía, no encontraba explicación a muchas doctrinas en las que fui educado en el seno de la Iglesia Católica, me encontré con los escritos de Martín Lutero, un misterioso monje agustino que hace casi 500 años se hizo las mismas preguntas que yo.

¿Por qué, si Cristo vino a salvarnos, tenemos que salvarnos nosotros mismos con nuestras obras? ¿O sea, además de haber sido salvado por Jesús, tengo que pagar precios extra por el regalo que se me da? ¿Por qué existe una jerarquía para llegar a Dios? ¿Por qué, si Cristo ha perdonado mis pecados, tengo que confesarme con intermediarios? ¿Por qué, si el matrimonio es un sacramento bendecido por Dios, sus ministros se ven privados de él? ¿Qué de malo hicieron las mujeres que no pueden sacerdotes? ¿Por qué nuestra creencia en Dios debe estar supeditada a una supuesta “revelación” fuera de las Sagradas Escrituras? ¿Por qué, si Dios es uno y omnipotente, tengo que rezar a una pléyade de santos para que me ayuden? ¿Por qué, si el Papa es un hombre como tú o como yo, es infalible? ¿Acaso hay otros seres perfectos aparte de Dios? ¿Por qué, si Dios vino a liberarme con su verdad, debo tener una policía de sotana revisando lo que debo o no debo pensar?

Lutero, en mi humilde opinión, fue un visionario incomprendido. Un monje atribulado por los pesos que la Iglesia le ponía encima, un pensador que vio, de buena fe, una forma de cambiar los excesos de una institución que día a día se alejaba del mensaje que Cristo nos dejó, y se dejaba obnubilar por el brillo de las monedas en sus arcas, haciendo de la religión un gremio más entre todos los trabajos lucrativos que se estilaban en la época, haciendo del sacerdocio una institución sacrosanta, en que sus miembros gozaban de las más altas dignidades, como especies de semidioses infalibles, olvidándose que Cristo los mandó a servir y no a ser servidos.

Así las cosas, este “borracho alemán”, como lo llamó León X, protestó contra lo establecido, y buscó un nuevo orden en que la preeminencia no correspondiera ni al Papa, ni a los cardenales, ni a los sacerdotes, ni a los santos de todas las clases y layas que hay, sino a CRISTO.

Lo que más me impresiona de Lutero es que fue un hombre NORMAL. No era un ser sacrosanto, ni una eminencia en moralidad, ni un ejemplo de ética. Simplemente era un hombre que no estaba satisfecho con las respuestas que el catolicismo le daba y que, al ver que Dios le daba la razón mediante infinidad de signos, decidió buscar sus propias respuestas y compartirlas con el mundo. Y en muchas cosas se equivocó, especialmente porque dejó que su conflicto se politizara y por la ácida crítica que hace de los judíos, dejando a Hitler como un niño de pecho. Y claro que era pecador. Pero que su teología es novedosa, es innegable.

Lutero fue un hombre que luchó hasta el último día de su vida por lo que creía. Fue un verdadero predicador, un hombre que decidió salir a la calle a predicar el mensaje de Cristo sin pedir nada a cambio, un hombre que, sin abandonar las obligaciones que le imponía Dios, también supo satisfacer sus obligaciones terrenales. Se casó con Catalina de Bora (una monja conversa), tuvo cuatro hijos, y fueron una familia muy feliz; tuvo amigos, tomaba, hacia vida social y también ayudaba a los pobres. Amaba la música, y sabía tocar el laúd con pericia, además de cantar como ninguno. No fue en nada distinto a lo que son las personas comunes y corrientes de hoy

continuará...

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