viernes, 6 de julio de 2007

Capítulo III: Justificación por la fe


Creo, sin temor a equivocarme, que el punto más importante de la doctrina de Lutero es la justificación por la fe. El hombre no se santifica por sus buenas obras, sino por tener fe. La fe es un don personal, que nos permite vivir en comunión con Dios, comprenderlo y amarlo. Es la certeza de que Dios existe y está en nuestro camino para ayudarnos, y que al mismo tiempo, nosotros somos instrumentos de su voluntad en este mundo.

Sin embargo, esta no es una fe vacía, como la piensan muchos detractores de la doctrina de Lutero. El poner cara de santo no basta. La fe conlleva mucho más, en especial las obras. Pero la principal diferencia con el catolicismo es que aquí la fe no convive con las obras de salvación, sino que las obras son un producto exclusivo de la fe. La fe es un don primario, que hace que florezcan muchas más cosas. Y entre ellas, están las buenas obras. El que es bueno, es bueno porque tiene fe, porque ve a Dios y a sí mismo en el reflejo de los demás, y los ama como ama a Dios y a sí mismo.

Al mismo tiempo, la fe no es un don privativo. No siempre se nace con la fe. Ella es un músculo, que al igual que el amor, se debe trabajar para que dé abundantes frutos. Ella se entrena con la oración, con las obras, con el contacto personal con Dios, con la contemplación del Creador en la naturaleza. Y a más fe, más obras. Esto es muy importante, porque la fe sin obras es una fe muerta, como dice San Pablo. Y no porque vayan de la mano, sino por una relación causa-efecto: sin obras, no hay fe, la fe está muerta, porque es su verdadera presencia la que genera las buenas obras, que son las que permiten la salvación.

La justificación por la fe es el don que nos ha dado Cristo al morir en la Cruz. Si antes debíamos, además de tener fe, vencer al pecado, Cristo ha completado la segunda tarea por nosotros. Al vencer al pecado con el derramamiento de su sangre, nos ha dejado la tarea fácil, pero que a la vez tiene sus dificultades: creer en Él como el Dios Vivo, como el Hijo del Padre que ha venido a redimirnos. Y ello es difícil, especialmente en un mundo que nos tienta constantemente en sentido contrario, creando hologramas de dioses efímeros en los que centrar nuestra atención, y mostrándonos falsamente que Dios no existe, que es un mero invento del hombre para justificar su esclavitud. Respeto mucho a los que así piensan, pero, en mi caso personal, creo que basta fijarse en la naturaleza para ver que Dios existe. Basta ver el orden como está creado el mundo, la naturaleza de las cosas, la lógica de nuestras vidas, para darse cuenta fehacientemente que hay una orientación natural de todas las cosas hacia un creador, que el mundo no se ha creado solo.

Así las cosas, Dios no nos pide santidad, no nos pide castidad, no nos pide privaciones, no nos pide odiar, no nos pide discriminar: sólo nos pide creer, abrir las puertas de nuestros corazones para que él pueda depositar la semilla de la fe. Y de esta semilla, Él hace crecer frutos de gracia y de buenas obras.

continuará...

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