domingo, 8 de julio de 2007

Capítulo IV: La gracia


La doctrina luterana da un papel fundamental a la gracia, entendida como la infusión de Dios que opera en los hombres para su conversión y su superación. Yo no comparto este papel, sino que me quedo con la atribución que de ella hace el catolicismo (como no estoy sometido a dogma, a los luteranos les da lo mismo que yo piense así).

La gracia, en la doctrina católica, puede ser operante o cooperante. La gracia operante es aquella infusión espiritual que eleva al hombre por sí mismo, sin que éste haga nada por su parte. Por ejemplo, para los católicos el bautismo es una forma de actuación de la gracia operante, porque sin ningún esfuerzo, el sacramento santifica y eleva al recipiente. Por otra parte, la gracia cooperante es aquella infusión espiritual que debe ser acompañada de la acción del hombre. En términos simples, reacciona sólo cuando hay voluntad del hombre en recibirla. Por ejemplo, para poder recibir la gracia del amor, hay que también hacer un esfuerzo humano por amar.

Para Lutero, la gracia es sólo operante. Ello por una explicación con sentido simple. La doctrina protestante sostiene que el hombre es incapaz de hacer las cosas bien por sí mismo, que es imposible que alcance la perfección, y que todas las buenas cosas que de él emanan son obra de la sola gracia de Dios, porque el hombre es intrínsecamente incapaz. Esta es una doctrina negativista que comprendo, pero no comparto.

Soy más partidario de la noción tomista-aristotélica de la gracia (que Lutero rechazó por el odio infundado y desmesurado que tenía a la escolástica) que de la doctrina más bien patrística que defiende el reformador.

Creo que el hombre es incapaz de alcanzar la perfección, pero igual Cristo le manda “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”: es decir, hay por lo menos un mandato de superación, y que no consta sólo en las Sagradas Escrituras, sino que cruza de forma transversal toda la historia humana. Es de la superación y de la búsqueda de la perfección de donde vienen los avances del hombre. Y de ello no creo que sea posible colegir que la gracia de Dios ha actuado por sí sola en este ámbito, es como decir que todos los científicos, al crear cosas favorables a la humanidad, hayan estado en un éxtasis místico viendo a Dios, cosa que es absurda. Pero que Dios coopera en las buenas obras de los hombres, creo que es un hecho innegable para los cristianos, por lo menos.

Pero lo que más rescato de la doctrina de Lutero, es su punto medio: Su acción y pensamiento en esta materia rescata en el mundo moderno, ante el fenómeno de incredulidad general que aqueja a la sociedad, la idea de que Dios no es un ser ausente, que viva preocupado de sus asuntos y no se acuerde de su creación. Muy por el contrario, es su presencia la que vivifica el actuar del hombre, lo purifica y lo hace agradable y presentable ante sus ojos. Es como si nos pasara dos hojas, una con la prueba y la otra con las respuestas para que rellenemos. Nuestra tarea es rellenar la prueba, pero las respuestas están dadas.

Dios, además de actuar de forma sola en la purificación de las obras humanas, también, a mi parecer, precisa del esfuerzo humano para poder hacer esto. Porque si el hombre no tiene obras que dar, Dios no las puede mejorar. Pero coincido en que el hombre por sí mismo es incapaz de toda obra virtuosa (en términos puros), porque es un ser que tiende a la falla, pero que a la vez aprende de los errores y es perfectible, de modo que es capaz de mejorar, y con creces todo lo que va haciendo en cada paso de su vida.

continuará...

viernes, 6 de julio de 2007

Capítulo III: Justificación por la fe


Creo, sin temor a equivocarme, que el punto más importante de la doctrina de Lutero es la justificación por la fe. El hombre no se santifica por sus buenas obras, sino por tener fe. La fe es un don personal, que nos permite vivir en comunión con Dios, comprenderlo y amarlo. Es la certeza de que Dios existe y está en nuestro camino para ayudarnos, y que al mismo tiempo, nosotros somos instrumentos de su voluntad en este mundo.

Sin embargo, esta no es una fe vacía, como la piensan muchos detractores de la doctrina de Lutero. El poner cara de santo no basta. La fe conlleva mucho más, en especial las obras. Pero la principal diferencia con el catolicismo es que aquí la fe no convive con las obras de salvación, sino que las obras son un producto exclusivo de la fe. La fe es un don primario, que hace que florezcan muchas más cosas. Y entre ellas, están las buenas obras. El que es bueno, es bueno porque tiene fe, porque ve a Dios y a sí mismo en el reflejo de los demás, y los ama como ama a Dios y a sí mismo.

Al mismo tiempo, la fe no es un don privativo. No siempre se nace con la fe. Ella es un músculo, que al igual que el amor, se debe trabajar para que dé abundantes frutos. Ella se entrena con la oración, con las obras, con el contacto personal con Dios, con la contemplación del Creador en la naturaleza. Y a más fe, más obras. Esto es muy importante, porque la fe sin obras es una fe muerta, como dice San Pablo. Y no porque vayan de la mano, sino por una relación causa-efecto: sin obras, no hay fe, la fe está muerta, porque es su verdadera presencia la que genera las buenas obras, que son las que permiten la salvación.

La justificación por la fe es el don que nos ha dado Cristo al morir en la Cruz. Si antes debíamos, además de tener fe, vencer al pecado, Cristo ha completado la segunda tarea por nosotros. Al vencer al pecado con el derramamiento de su sangre, nos ha dejado la tarea fácil, pero que a la vez tiene sus dificultades: creer en Él como el Dios Vivo, como el Hijo del Padre que ha venido a redimirnos. Y ello es difícil, especialmente en un mundo que nos tienta constantemente en sentido contrario, creando hologramas de dioses efímeros en los que centrar nuestra atención, y mostrándonos falsamente que Dios no existe, que es un mero invento del hombre para justificar su esclavitud. Respeto mucho a los que así piensan, pero, en mi caso personal, creo que basta fijarse en la naturaleza para ver que Dios existe. Basta ver el orden como está creado el mundo, la naturaleza de las cosas, la lógica de nuestras vidas, para darse cuenta fehacientemente que hay una orientación natural de todas las cosas hacia un creador, que el mundo no se ha creado solo.

Así las cosas, Dios no nos pide santidad, no nos pide castidad, no nos pide privaciones, no nos pide odiar, no nos pide discriminar: sólo nos pide creer, abrir las puertas de nuestros corazones para que él pueda depositar la semilla de la fe. Y de esta semilla, Él hace crecer frutos de gracia y de buenas obras.

continuará...

jueves, 5 de julio de 2007

Capítulo II: Martín Lutero


Tras un tiempo considerable de aridez espiritual, donde a pesar de ver a Dios en todas las cosas, como siempre ha sido mi filosofía, no encontraba explicación a muchas doctrinas en las que fui educado en el seno de la Iglesia Católica, me encontré con los escritos de Martín Lutero, un misterioso monje agustino que hace casi 500 años se hizo las mismas preguntas que yo.

¿Por qué, si Cristo vino a salvarnos, tenemos que salvarnos nosotros mismos con nuestras obras? ¿O sea, además de haber sido salvado por Jesús, tengo que pagar precios extra por el regalo que se me da? ¿Por qué existe una jerarquía para llegar a Dios? ¿Por qué, si Cristo ha perdonado mis pecados, tengo que confesarme con intermediarios? ¿Por qué, si el matrimonio es un sacramento bendecido por Dios, sus ministros se ven privados de él? ¿Qué de malo hicieron las mujeres que no pueden sacerdotes? ¿Por qué nuestra creencia en Dios debe estar supeditada a una supuesta “revelación” fuera de las Sagradas Escrituras? ¿Por qué, si Dios es uno y omnipotente, tengo que rezar a una pléyade de santos para que me ayuden? ¿Por qué, si el Papa es un hombre como tú o como yo, es infalible? ¿Acaso hay otros seres perfectos aparte de Dios? ¿Por qué, si Dios vino a liberarme con su verdad, debo tener una policía de sotana revisando lo que debo o no debo pensar?

Lutero, en mi humilde opinión, fue un visionario incomprendido. Un monje atribulado por los pesos que la Iglesia le ponía encima, un pensador que vio, de buena fe, una forma de cambiar los excesos de una institución que día a día se alejaba del mensaje que Cristo nos dejó, y se dejaba obnubilar por el brillo de las monedas en sus arcas, haciendo de la religión un gremio más entre todos los trabajos lucrativos que se estilaban en la época, haciendo del sacerdocio una institución sacrosanta, en que sus miembros gozaban de las más altas dignidades, como especies de semidioses infalibles, olvidándose que Cristo los mandó a servir y no a ser servidos.

Así las cosas, este “borracho alemán”, como lo llamó León X, protestó contra lo establecido, y buscó un nuevo orden en que la preeminencia no correspondiera ni al Papa, ni a los cardenales, ni a los sacerdotes, ni a los santos de todas las clases y layas que hay, sino a CRISTO.

Lo que más me impresiona de Lutero es que fue un hombre NORMAL. No era un ser sacrosanto, ni una eminencia en moralidad, ni un ejemplo de ética. Simplemente era un hombre que no estaba satisfecho con las respuestas que el catolicismo le daba y que, al ver que Dios le daba la razón mediante infinidad de signos, decidió buscar sus propias respuestas y compartirlas con el mundo. Y en muchas cosas se equivocó, especialmente porque dejó que su conflicto se politizara y por la ácida crítica que hace de los judíos, dejando a Hitler como un niño de pecho. Y claro que era pecador. Pero que su teología es novedosa, es innegable.

Lutero fue un hombre que luchó hasta el último día de su vida por lo que creía. Fue un verdadero predicador, un hombre que decidió salir a la calle a predicar el mensaje de Cristo sin pedir nada a cambio, un hombre que, sin abandonar las obligaciones que le imponía Dios, también supo satisfacer sus obligaciones terrenales. Se casó con Catalina de Bora (una monja conversa), tuvo cuatro hijos, y fueron una familia muy feliz; tuvo amigos, tomaba, hacia vida social y también ayudaba a los pobres. Amaba la música, y sabía tocar el laúd con pericia, además de cantar como ninguno. No fue en nada distinto a lo que son las personas comunes y corrientes de hoy

continuará...

Capítulo I: Chato del catolicismo


De un tiempo a esta parte he venido experimentando un cambio de pensamiento bastante radical en torno a mis concepciones religiosas, que me ha llevado a alejarme de la Iglesia Católica, con todo el respeto que le tengo, y buscar nuevos caminos en la comprensión de Dios.

La base principal de mi teosofía ha sido y siempre será Cristo. Creo de forma convencida que Cristo es el hijo del Padre, verdadero Dios y verdadero hombre, que se ha acercado voluntariamente al género humano para redimirlo de sus pecados y concederle la gracia de la vida eterna, habiéndose sacrificado por nosotros mediante la muerte en Cruz, regalándonos la gracia de la inmortalidad en su Resurrección y la esperanza de la Vida Eterna en su ascensión a los cielos.

Sin embargo, su mensaje ha sido distorsionado de forma grave durante más de dos milenios. En su nombre se ha guerreado, siendo que vino a dejarnos paz; en su nombre se ha discriminado y alentado la intolerancia, siendo que vino a decirnos que nos amáramos los unos a los otros; en su nombre se han impuesto dogmas inconexos y se ha esclavizado gente, siendo que vino a hacernos libres con la verdad; en su nombre se ha odiado, obviando que su principal mensaje fue el AMOR.

Además, siempre me molestó del Catolicismo (más bien de los católicos) su maleabilidad: decir “yo soy católico” no tiene ninguna importancia, salvo para el censo, en que hay que decirlo para hacer estadísticas. Para el católico promedio no tiene ninguna importancia ser revestido de tal condición, salvo para la primera comunión (en que hay que poner bonito al cabro chico para que los compañeritos no se burlen) y el matrimonio (en que todo tiene que estar casi como si fuera una ceremonia de los premios Oscar). De la misa ni hablar. Es un mero trámite lleno de formulismos poco claros, a la que la mayoría de la gente va porque se lo exigen o porque las culpas internas lo carcomen. Si preguntas “¿por qué eres católico?” es como si les metieras un ají en el poto, no saben que responder, se enredan enteros: “Porque creo en Cristo” (hay que ser tonto para no creer en Jesús, si es un hecho históricamente comprobado que existió); “Porque creo en la Virgen” (ahora la Virgen María es Dios…); “Porque me cae bien el Papa” (no comments…); o el típico “porque me criaron así” (¿voluntad de autodeterminación?). Así no hay religión que valga.

Esa falta de pensamiento y de determinación me enferman, es una necesidad generalizada e ingente de ser dirigidos por una persona superior, que moldee nuestros actos y voluntades en la vida exterior; pero cuando estamos en la privacidad, los mismos católicos se enojan porque no cachan qué cresta es un dogma, porque el Papa les dirige las vidas, porque tienen que ir a Misa, etc… y después dicen que son católicos, “pero a mi manera”. Las pinzas, se es o no se es, y no es pecado no ser católico, cual es el afán de encasillarse…

Otro de los grandes problemas que siempre tuve con la Iglesia Católica es lo que yo llamo (o muchos llaman) la “doctrina de la culpa”. Esa manía del católico de culparse, de flagelarse en el pecado. Todos somos pecadores, y mucho, todos cometemos errores, y no existe quien tenga una vida sin pecado. Pero de ahí a andar torturándose por ser pecador, ir a misa porque me carcome la culpa, una culpa que no tengo, tener que ir a confesarme con un cura igual o más pecador que yo, y que más encima tiene la tupé de mandarme al carajo cuando le digo que me acosté con una mina… o sea, es mucho. Inaceptable. No porque él sea un reprimido sexual tiene que condenarme al infierno por satisfacer mis necesidades biológicas. El pecado es una realidad humana, el que no peca no vive, y hay que aceptarlo. Si uno no se puede culpar por comer (porque o si no se muere), menos se puede culpar por ser pecador, porque si no lo fuera tendría alitas en la espalda y volaría por el cielo tocando arpa con una túnica blanca y cara de marica.

Entiendo que no es culpa del católico mismo, sino de una jerarquía que se ha acostumbrado a mandarlo donde Don Sata cada media hora por cada cosa que dice, piensa o hace. Si la realidad escatológica fuera así, con Jesús en el Cielo se quedarían la Virgen y Pinochet (como él decía, “yo soy un santo…). Además el mismo Cristo nos dijo “el que esté libre de pecado, que lance la primera piedra”, así que el único que tiene derecho a lanzarme la primera piedra y hacerme reconocer mi condición de pecador es Él. Y lo hace frecuentemente. Y como Dios es ubicuo, no necesita hacer delegación de facultades en un cura, que más lo que me reta que lo que me ayuda, para saber mis pecados. Si Dios es atemporal, ya sabe mis pecados antes que los cometa, y si murió para salvarme de mis pecados, ya me los ha perdonado antes que los haya cometido. Y personalmente: no necesito la bendición de nadie para saberme perdonado y querido por Dios.


continuará...

Religión

Me he propuesto escribir una serie de artículos sobre religión, especialmente enfocado en el especial proceso de conversión que estoy viviendo, que me gustaría compartir, en especial para los que están aburridos de llamarse católicos.

Así que dentro de poco voy a ir escribiendo sobre el tema de a pedacitos, para que no sea una cosa larga y tediosa de leer .