martes, 14 de julio de 2009

Las lecciones de la Revolución Francesa.

Hoy, catorce de julio de 2009, se cumple el 220º aniversario de la Toma de la Fortaleza de la Bastilla, en el hecho que, según la mayoría de los historiadores, marca el estallido definitivo de la Revolución Francesa, uno de los movimientos populares que cambiaron la historia del mundo, y que en definitiva, marca la escala valórica en el mundo moderno.

A mi parecer, han existido, en la historia moderna, tres procesos revolucionarios que han marcado profundamente la identidad del hombre moderno, en cuanto a su concepción del mundo y la sociedad. El primero de ellos fue la Reforma Protestante, en cuanto cambió la forma de relacionamiento entre el pueblo y Dios, disminuyendo considerablemente, hoy en día, el poder de los jerarcas religiosos. El segundo movimiento fue la Revolución Francesa, que cambió los patrones de relacionamiento entre el pueblo y el gobierno temporal, en cuanto significó el derrocamiento del sistema tradicional de gobierno, la monarquía, para reemplazarlo por un sistema de gobierno semiutópico a la época, como era la democracia, que dejaba la soberanía en manos del mismo pueblo, con inciertas consecuencias. El tercer movimiento fue la Revolución de Octubre, que cambió la visión del orden social escalonado por uno desclasado e igualitario, basado en los derechos de los trabajadores.

La Revolución Francesa, como todos los procesos revolucionarios, tiene, a mi parecer, una causa bien clara: el hambre. Un pueblo contento, en la visión monarquista barroca, es un pueblo dócil y suave al monarca; un pueblo con hambre, es la mayor de las amenazas, por cuanto las adversidades de la especie encienden los ánimos, abren los ojos de la gente en orden a un cambio a favor de sus propios derechos.

El hambre del pueblo parisino fue, como dije, un factor vital: cuando la hogaza de pan cuesta lo mismo que el salario mínimo, estamos en problemas graves. Y si a eso sumamos el vicio capital del Ancien Regime, a saber la falta de comunicación entre el monarca y su pueblo, entramos en crisis grave. Bien sabido es que el rey de Francia, Luis XVI, era un mequetrefe inepto, poco empático, un niño apagado por la magnífica visión de su antepasado, Luis XIV, el Rey Sol, quien es, hasta hoy, el gran símbolo de la prosperidad y opulencia de la Francia absolutista.

Sin perjuicio, la grandeza de Luis XIV duró poco: su bisnieto, Luis XV, se olvidó del pueblo y se dedicó a guerrear a favor de las posesiones borbónicas y dar opulentas fiestas; más aún, escandalizó a toda la aristocracia francesa con su acalorado romance con Jeanne Bécu, Condesa du Barry, y las intrigas de ésta con el Cardenal Richelieu en contra de François Choiseul, secretario del rey, que fueron durante años el comidillo de la Corte, junto con su tirante relación con María Antonieta de Austria, esposa de Luis XVI, nieto de su amante, y futura reina de Francia.

Que sirva esto para ilustrar la Corte Borbónica: Una especie de reality tipo SQP, en que todos luchan contra todos, se pelan, se pisan las colas, y se esconden tras los pilares, pero que en el téte-a-téte, se comportan como perfectos aristócratas y refinados caballeros (salvo María Antonieta, que le hizo la ley del hielo a la du Barry durante años).

Y es aquí donde entra el pueblo: al populacho no le interesan los comidillos de la Corte de los Borbones, le interesa comer, le interesa el trabajo digno, le interesa la salud de sus hijos, le interesa parar la olla todos los días, como se dice hoy en palabras pedestres. Y el rey no estaba ni ahí. El único talento de Luis XVI era el ser “bueno pa’l evento”: un fiestero de siete suelas, mala costumbre agarrada de su frívola consorte, que solía departir con la Corte en estupendos bacanales y orgías, en estrafalarios vestidos y peinados, en que se bebía hasta la embriaguez y se representaban escenas de la vida disoluta de los dioses, etc., cosa que no era bien vista por el estado llano, que veía como sus reyes lo pasaban chancho haciendo vida aparte en Versailles, en las afueras de París, mientras los demás nos cagamos de hambre.

En el fondo de sus corazones, yo creo que el pueblo no quería pan. Se contentaban simplemente con el cariño de su rey. Pensemos que la visión política de la época era muy distinta. El rey debía ser un padre para sus súbditos, era la imagen más cercana a lo divino, su autoridad incuestionable. Si Luis XVI les hubiera dado un poco de atención, de cariño real, las cosas habrían sido diferentes. Pero el Lucho era un inepto, que se dejaba controlar por su mujer y sus corruptos consejeros. Ilustra el desprecio de la familia real por el pueblo llano la famosa frase que María Antonieta pronunció cuando el pueblo se encontraba a la puerta del Palacio de las Tullerías: “¿No hay pan? Que coman pastel.”

Como no me interesa contar la historia de la Revolución Francesa, baste decir, someramente que las cosas se precipitaron, el Estado Llano se amotinó en las Asambleas Generales, se formó en Asamblea Constituyente, se aprobó la Declaración de Derechos del Hombre, se enojaron con el rey, éste llevó a cabo un autogolpe para sacar al Estado Llano de la Asamblea Constituyente, y ahí el pueblo se enojó. Salieron a la calle, asaltaron la Fortaleza de La Bastilla, símbolo de la opresión del rey al pueblo, por cuanto sus cañones apuntaban directamente al barrio obrero de París. La muchedumbre mató al alcaide y desarmó ladrillo por ladrillo el edificio, encendiendo el fervor popular como una mecha mojada en combustible por toda Francia, donde se formó un movimiento obrero y revolucionario sin precedentes en la historia, y que logró destruir casi todos los bastiones de defensa realista.

Mientras tanto, el rey seguía encerrado en Versailles, aislado del pueblo. Entonces, la Asamblea Constituyente, que ya había sometido al clero y a los nobles mediante la restitución de los impuestos a los dos estamentos, se dispone a someter al rey, y lo obligan a volver, junto con toda la Corte, a París, abandonando Versailles e instalándose en el Palacio de Las Tullerías, donde la familia real era prisionera del pueblo en su propio palacio, en un intento de la Asamblea Constituyente por acercar al rey al pueblo y terminar con esta situación.

Cuento corto, la Asamblea le pone la pata encima a Lucho, lo obligan a ceder poder y a convocar a elecciones en sufragio universal, a lo que el perla se niega, y las masas asaltan el palacio. Ante esto, el rey decide fugarse al Sacro Imperio, para pedirle ayuda a su cuñado Leopoldo, el Emperador. Pero justo lo pillan en la frontera, y la Convención, el nuevo parlamento, con Robespierre a la cabeza, lo pone bajo arresto domiciliario y lo cesa en sus funciones reales. De ahí se proclama la República, y Luis de Borbón y Sajonia es juzgado por alta traición y decapitado en la guillotina. Y así muere la monarquía francesa.

Luego son abolidos los títulos nobiliarios, la lucha entre Jacobinos y Girondinos en la Convención se acrecienta, Marat y Hebert encienden los ánimos con sus periódicos revolucionarios, los “sans-culottes” entran a la palestra con sus atentados, y mientras tanto Robespierre, que se ha vuelto un sádico tirano, trata de callar a la prensa, a los críticos y de dominar las querellas políticas dentro de la Convención mediante el uso indiscriminado de la guillotina, en la etapa llamada, no sin razón “El Régimen del Terror.”

Los diez años de caos de la historia de Francia terminan el nueve de noviembre de 1799, con el golpe del 18 de brumario, en que Napoleón Bonaparte toma el poder. Fin.

Ahora, viendo este período en retrospectiva, y después del decantamiento histórico de los siglos, vemos que la Revolución Francesa es un acontecimiento trascendental en la visión histórico-política occidental, por cuanto el pueblo, por primera vez, toma su propio destino entre sus manos, buscan la felicidad terrenal por sí mismos ¿pero de qué forma? ¿cuánta violencia se justifica por la conquista de la libertad?

La Revolución es un proceso que mezcla utopía con incertidumbre. El pueblo soñó con la libertad, la igualdad y la fraternidad, proclamas sempiternas de liberación popular, bajo la guía de la Diosa Razón y los ideales de la Ilustración, que busca poner el conocimiento y el destino del mundo en manos de todos los hombres, sin distinción de raza, clase y género, en busca del ideal de felicidad común y gobierno perfecto; sin embargo, la monarquía estaba demasiado arraigada en toda Europa como para que el pueblo tomará la soberanía en sus manos con alguna posibilidad de éxito.

Sin perjuicio de la certeza de ese predicamento, y del peligro que revestía llevar a cabo tan grandes cambios, ellos no sólo se condujeron por amor a la libertad por parte del pueblo, sino por el gran insulto inferido por los monarcas al pueblo. Hoy vemos como todo el concepto de autoridad y soberanía gira alrededor de la idea del pueblo, gracias a la Revolución. Hoy los políticos tiemblan ante el clamor del pueblo organizado. Pero antes no. El rey infirió injurias gravísimas al pueblo francés como para merecer tal castigo, ignoró sus peticiones, los trató como animales, los humilló hasta el extremo y finalmente los trató de despojar de toda prebenda, de modo de volverlos sus esclavos y gobernar para sí mismo y su fastuosa corte en el Palacio de Versailles. En verdad, creo que fue esta ignominia la que precipitó los acontecimientos.

En fin, el sistema político actual es heredero de la Revolución Francesa. Nuestra noción de pueblo, polis y política nace por influjo casi prístino del fenómeno parisino. E increíblemente, esa revuelta que terminó siendo una vergüenza para su época y un evidente fracaso que sumió a Francia en la anarquía durante una década, hasta la llegada de Napoleón, hoy es materia de estudios, no sólo por su relevancia histórica, sino porque sienta las bases de la concepción occidental del hombre moderno. La proclama “Liberté, Égalité, Fraternité” vivirá para siempre en los anales de la historia. El grito de “A la Bastille!” aún no se apaga, y sigue vivo en cada hombre y ciudadano que lucha por sus legítimos derechos. El rojo, blanco y azul de la bandera revolucionaria sigue siendo el emblema del nuevo orden impuesto por el pueblo, organizado, libre y soberano. La Francia revolucionaria es el faro de los hombres y mujeres que luchan por un mundo mejor y más justo. Me salió comunista y qué fue.

1 comentario:

Anónimo dijo...

me pareció bueno tu escrito, me gusto, le entendí mas que si lo hubiera leído en un libro
gracias