jueves, 3 de julio de 2008

Europa

Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, la Madre de todas las Guerras, Europa era un cementerio. Alemania estaba en ruinas, Francia e Inglaterra victoriosas, pero cansadas y con sus recursos agotados. Estados Unidos se erige como el gendarme de la región: llamado a intervenir en el conflicto, se queda a vigilar la reconstrucción de Europa, cierto de que, si la región se recupera, será con la bota gringa encima, lista para cobrar para siempre el favor que ha hecho a los europeos.

Europa sufre: las víctimas claman por justicia, la maquinaria alemana de destrucción queda en evidencia, el mundo se da cuenta de la monstruosidad del Tercer Reich, de una magnitud inimaginable, y llega la hora de que las cúpulas del continente reconozcan las culpas que comparten en este desastre.

El cauce natural será la rememoración del ignominioso Tratado de Versalles, en que Alemania fue sometida a la mayor de las humillaciones, y que hoy es reconocido, sin duda, como el peor de los errores, así como el antecedente primigenio de la Segunda Guerra Mundial.

Pero el análisis va más allá: Europa comienza a preguntarse qué es lo que pasa, que se hizo mal, siendo que sólo 500 años antes era la cabeza del mundo, un entorno natural unificado bajo una sola religión y un solo gran gobierno, un “E Pluribus Unum” bajo la égida de la Iglesia Católica y el Sacro Imperio… ¿qué pasó? ¿Cómo llegamos a esta devastación?

La respuesta no es de fácil aliento, pero yo, por lo menos, la vislumbro de la siguiente forma: la Europa Unificada en el Sacro Imperio, autoridad supragubernamental, una especie de Unión Europea de la Edad Media y el Renacimiento, contaba con un aparato fiscal eficiente (para su época) reforzado con un fiero poderío militar, que permitía la mantención de una pax relativa en los territorios bajo su dominio, y más allá. Así las cosas, España, las ciudades francas italianas, Francia e Inglaterra reconocen un dominio particular: si bien no están sometidas al Sacro Imperio, sí reconocen un gobierno único, el del Papa, como superior al de todos los gobernantes de la tierra, y particularmente en el ámbito espiritual; así como reconocen que el Sacro Imperio Romano es la continuación de la casta imperial romana, puerta y medio por el que la civilización y la identidad europeas han tenido formación.

Sin embargo, desde fines del siglo XV se empiezan a vivir aires de cambio, procesos particulares que ya no incluyen a Europa como un todo, y por consiguiente, generan rivalidades y roces entre sus diversos miembros, a saber:

1. El descubrimiento de América: El mérito de la colonización americana es exclusivo de España y Portugal, y más particularmente, de los monarcas de la casa de Trastámara. Es en Isabel La Católica y Fernando de Aragón en quienes reposa el mérito de la nueva colonización, así como en Enrique el Navegante y los monarcas portugueses. Es bajo su mando que España se convierte, como más tarde acuñaría Felipe II, en “el Imperio donde nunca se pone el sol.” El resto, Inglaterra, Francia y Holanda, se suben al carro de la victoria más tarde, cuando la influencia española en el reparto de los territorios decae, y se transforman en verdaderas aves de presa que se lanzan a la conquista de este continente semiabandonado, que contiene demasiado espacio como para ser ocupado por sólo dos países.

El descubrimiento y posterior colonización de América será, en mi opinión, el primer antecedente de la decadencia de la unidad europea, y su influencia saldrá a la luz casi 500 años después, con el proceso de descolonización.

2. La reforma protestante: El levantamiento de Lutero fue la llama que encendió la mecha de los abusos desmesurados del clero católico romano sobre el pueblo y la nobleza. Alemania y Suiza se rebelan con todo contra la autoridad romana, y la debacle se siente fuerte en otras latitudes europeas: Inglaterra, fiel aliado del Papa, se separa de la Iglesia y se une a los protestantes; Suiza, bastión de catolicismo, es fácilmente seducida por Calvino; Francia, hija primogénita de la cristiandad, se ve sacudida por una guerra fratricida que cuesta la vida a cientos de miles, alentada por la Reina Catalina de Médicis. Así, el sueño de la Europa espiritualmente unida se desvanece en las manos del mismísimo Carlos V, cuando los príncipes electores, en la Dieta de Augsburgo, ofrecen su cabeza por la defensa del maestro Lutero y las ideas reformadas.

Así, la Reforma Protestante es el hacha con que se corta la cabeza de la unidad espiritual europea, que antaño representaba la figura del Sumo Pontífice.

3. La Revolución Francesa: Los abusos del Ancien Regime en Francia llevan a una situación sin salida, en que la monarquía es duramente cuestionada y finalmente abolida con violencia inimaginable. El asesinato de Luis XVI y María Antonieta, así como el de muchos nobles, fue un evento traumático en la Europa del Siglo XVIII: marca el fin de una era de gobierno común, en que el continente estaba bajo el mando de una casta única y emparentada que ponía arreglo a sus problemas mediante la llamada “diplomacia matrimonial”; lentamente, se expande la idea de abolir la monarquía, o transformarla en un mero símbolo, resultado que vemos hoy en los países que aún la mantienen como institución.

La Revolución Francesa no hace sino dar el golpe de gracia a la ya cercenada unidad europea, haciendo, finalmente, que la identidad común se escinda en miles de pedazos.

4. La Primera Guerra Mundial: La semilla sembrada por el descubrimiento de América da sus frutos: la Gran Guerra es un conflicto meramente colonial, en que los países europeos se enfrentan, principalmente, por el dominio de las colonias africanas y oceánicas. Su resultado será, lisa y llanamente, la decadencia total de una Europa que se veía auspiciosa en los primeros años del Siglo XX, desembocando en la descolonización de los territorios y a ignominia de Alemania.

5. La Segunda Guerra Mundial: La humillación de Alemania fruto del Tratado de Versalles es una afrenta difícil de olvidar. Ante el flagelo público, las naciones más empobrecidas por causa de la Gran Guerra, a saber, Italia y Alemania, se embarcan en la hermosa pero peligrosa aventura de los nacionalismos, y el resultado es bien conocido: un continente devastado, un pueblo diezmado –Israel-, y dos víctores extranjeros manejando el continente –Estados Unidos y la Unión Soviética-, enfrascados en una posterior guerra de amenazas que termina con la caída del comunismo soviético y la victoria total y única de la potencia americana, que se erige como domina mundi hasta nuestros días.

Ustedes se preguntarán a qué quiero llegar con esto. Ni más ni menos, que a dar una explicación sobre mi punto de vista respecto del renacimiento de Europa, y específicamente de la Unión Europea.

Esta institución nace tras la Segunda Guerra Mundial, Bajo los auspicios de Robert Schuman, canciller francés, como una tímida comunidad para compartir el acero y el carbón de los territorios europeos. Luego va evolucionando, ampliando su aparato a temas más allá de los meramente económicos, e inmiscuyéndose en cuestiones de política, hasta desembocar en el Tratado de la Unión Europea, que convierte a la organización en un verdadero supraestado de naturaleza sui generis, con un secretariado general, un europarlamento con representantes de todos los países firmantes, un poder judicial instituido en el Tribunal de La Haya, e incluso una moneda única, el Euro. La misión de la Unión Europea es la homogeneización económica y política de los países otorgantes que, sin perder su identidad y sentido culturales que les son propios, someten parte de su soberanía a esta gran comunidad en pos del afianzamiento de ideales comunes de justicia y paz para la cuna de occidente.

A pesar de todas esas lindas palabras, el déficit de gobernabilidad de la Unión Europea es el mismo del que adolece el Derecho Internacional, y que termina, en buenas cuentas, siendo su ruina: la falta de una fuerza socialmente organizada y monopolizada que asegure el cumplimiento de las decisiones de esta cúpula paneuropea.

La ruina de Roma se reduce a una sola frase: su aparato militar era más grande que su aparato fiscal. Por tanto, como la conquista militar iba a pasos más avanzados que la reforma fiscal, llega un momento que, al cruzar ciertos límites territoriales, Roma se resquebraja. Es como hacer una pizza. La masa si es compacta, se mantiene unida: pero si la estiramos para hacer una pizza gigante, va a llegar un momento en que se va a romper por la falta de ligazón. Así, el Imperio era gigante, pero tenía un aparato fiscal insuficiente para controlar tanta vastedad de provincias.

La Unión Europea debe haber visto esto, y decidió no repetir el error: hizo crecer su aparato fiscal más allá de lo necesario, pero sin una fuerza organizada que lo legitimase. Se creyó el cuento que nos venden los políticos picantes del Siglo XXI, que todavía recuran que la diplomacia es el remedio para todos los males.

A mayor abundamiento, este déficit nace del temor casi histérico que Europa tiene a la guerra. Después de la Segunda Guerra es tal el trauma europeo, especialmente en Alemania, que los viejos se sienten avergonzados de su país, el ejército está convertido en una tropa de haraganes destinados a tareas burocráticas, la canciller se postra ante el Knesset judío pidiendo perdón por algo que ella no hizo y el desarme europeo es preocupante.

Nos debería parecer muy bueno que haya un desarme, pero esto es un arma de doble filo: si bien las armas no son nunca buenas, insisto en que la diplomacia no resuelve todo, y la amenaza de la fuerza es un disuasivo fuerte para la mantención de la paz, especialmente en un continente que recientemente se revela como culturalmente heterogéneo, saliendo de un régimen de terror como en el caso de Rusia, y amenazado por la nueva morisma terrorista. Luego, la necesidad de una organización militar no diplomática al mando de la Unión Europea se hace de primera necesidad.

Sin un aparato de la especie, las decisiones que ésta tome se basan simplemente en la buena fe de los firmantes. Basta ver el caso del Euro. Cuando se entra en el régimen de moneda única, el Reino Unido se niega a dejar la libra esterlina. Y no hay forma de disuadirlo. ¿Qué va a hacer la Unión? ¿Echar a Inglaterra? Sin Gran Bretaña la Unión se va a las pailas. Bueno hubiera sido, por ejemplo, que se le ofrecieran al país incentivos militares o, in casus extremis, un disuasivo diplomático, pero con un apoyo coercitivo coherente por detrás.

Hay muchos casos en que los acuerdos no sirven, y se hace necesario aplicar la fuerza, o su amenaza, para llegar a decisiones coherentes. ¿De qué sirve crear todo un aparato fiscal, por ejemplo, en torno a una moneda, homogeneizando un mercado financiero vastísimo a un costo de miles de millones de dólares, para que uno de los protagonistas del proceso después se eche para atrás? Así las cosas, el absurdo de la Unión Europea está en su buena fe, nacida del terror sepulcral que tienen a todo lo que signifique bengalas.

A mayor abundamiento, y naciendo con un contenido meramente económico, hoy se empiezan a vislumbrar los problemas, específicamente, en la imposición de sus directivas, lo que finalmente termina relatando el verdadero carácter de Europa, un continente en ruinas, que sin embargo, asienta su base sobre en una supuesta superioridad: la Unión Europea es la joyita de las políticas liberales, pero aún no es capaz de mirar hacia el lado y ver la debacle moral que ha caído sobre el continente.

En suma, y a partir de la directiva que expulsa ipso facto a todos los inmigrantes ilegales de los países de la Unión, dejo la pregunta abierta ¿moralmente, es conveniente ir a formar una vida nueva en una Europa envejecida y desgastada? Mi respuesta es no. El pensamiento y la reflexión lo dejo a los lectores.


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